HACÍA AÑOS QUE vivía en una especie de prórroga que había logrado estirar gracias a esa alumna aventajada de nuestro inconformismo, la medicina, pero estaba muy enfermo: su corazón, que finalmente le ha fallado, hacía tiempo que se había declarado en huelga y ya solo trabajaba en servicios mínimos, que el miércoles ya ni siquiera cumplió.
Quizá por eso mismo llevaba una vida sabia, que es -lo supo fray Luis- la retirada: en su caso, dedicada a la lectura de sus clásicos, a la familia y a contados amigos. La última vez que intervino en público fue en las jornadas de homenaje a Cernuda, nada más propio en alguien que siempre tuvo en la más alta estima al autor de Ocnos y a su nombre encomendó el título de la revista y colección de poesía que lanzó con Abelardo Linares: Calle del Aire.
Publicó el primer epistolario de Cernuda -a ello se refirió aquella tarde en la casa de los Pinelo-, y ensayos relevantes sobre el mejor caudal de la lírica andaluza, que es decir la española, los cuales agrupó en La estirpe de Bécquer. Pero amando la ciudad (nació en el barrio de San Lorenzo para morir en La Judería), no limitó su interés lírico a esta tierra, y fue un experto en Eliot, a quien estudió y tradujo, y en Pound (recuerdo pasar con veneración las hojas de su ejemplar de los Cantos que prestó a un compañero mío de facultad). Del magisterio del estadounidense en él da fe el título de un poemario inicial, Personae, que rinde homenaje a la recopilación del también primer Pound.
Y vamos con esto a lo que importa: sus versos. Se ha ido uno de los más importantes poetas sevillanos de las últimas décadas, uno que ha sorteado el malditismo en el que pudo haber caído, propiciado por su anterior dipsomanía, y que cultivó una voz serena y clara como un vaso de agua sin apenas cloro, porque viene de hontanares de la infancia traídos, aunque ya no corran, por los caños de la Puerta Carmona.
Tenía un exquisito oído, cosa insólita para quien lo viera con su audífono y, claro, no supiera de poesía, esa música interior, ritmada, que él cultivó en un puñado de libros hondos que no desdeñaban los metros populares. Y poseía otra cosa sin la que aquel da en melodías sin letra: ideas, sentimientos que supo expresar con las mejores palabras bordando en los tonos graves una pedrería irónica y con un poco de retranca que no hacía de la elegía desgarro sino fluir armónico. Siempre, quien se va, tiene la última palabra, y según ella no ha muerto, porque él escribió: «El poeta no tiene biografía.»